De pequeño yo creía que mi padre tenía el don de adivinar el final de las películas. Frente al televisor, apretujados en el sofá junto a mi madre y mi hermana pequeña, nos contaba lo que iba a suceder justo antes de que ocurriese. Nos quedábamos boquiabiertos viendo como Errol Flynn moría o Bogart y Bacall se besaban. Lo más intrigante es que mi madre y él se referían a los actores por sus nombres, como si fuesen vecinos. Las películas eran en blanco y negro, aunque había algunas en color en las que la gente cantaba y bailaba sin venir a cuento. Si cantaban mucho él se ponía a leer el periódico, mi madre iba a la cocina y mi hermana y yo nos peleábamos. A veces llegaban interferencias al televisor y mi padre, malhumorado, le daba palmadas al aparato. La carcasa de madera, semejante al parquet del suelo, crujía como una rama seca. La imagen iba y venía hasta que finalmente los personajes dejaban de estar gordos o flacos y volvía la paz.
Yo estaba convencido de que mi padre adivinaba los finales durante el último intermedio, cuando solía ir al lavabo. Un día me adelanté para buscar la libreta donde suponía estaban escritos y presumir de su mismo don. Él entró descuidadamente, bajándose ya la bragueta, y se me quedo mirando con sorna, espetándome un adulto: “¿Ya has acabado?”. Ruborizado, tropecé con sus piernas al escabullirme, porque el lavabo era tan diminuto como el resto de la casa. De vuelta al salón, mi padre adivinó como siempre que James Cagney iba a arder envuelto en llamas al final de Al rojo vivo. Mi madre le riñó porque nos dejase ver algo tan horrible y él respondió con un distendido: “No exageres, mujer”.
Dejamos de ver la televisión cuando ella enfermó de la sangre y se la llevaron al hospital, no nos dijeron más. Alguien cubrió el televisor con una toquilla porque nosotros pasábamos mucho rato en casa de una tía. Supimos que había muerto cuando nos vistieron como de boda y todo el mundo nos miraba con cara de pena. A partir de aquel día mi padre perdió su don. Ausente, no prestaba atención a las películas o se empeñaba en algo mucho más difícil, cambiar su final. Pero la gente seguía muriéndose o besándose como al principio y, aunque muchas veces se quedaba dormido viéndolas, jamás dejó de cogernos la mano.